lunes, 4 de octubre de 2010

El mundo es lo que decimos

Creer ciegamente en las palabras es el verdadero desafío a la divinidad. Creemos que nombrar basta para crear. Y vamos con la ilusión de ir poniéndo sílabas, una tras otra, para sacar al conejo de la chistera, hacernos presentes, borrar las lágrimas futuras.
Prometemos con la confianza de quien extiende un cheque con fondos: damos un certificado sobre el futuro, asegurando que todo será tal como lo planeamos. La naturaleza misma se detendrá ante la pureza de nuestras convicciones, del amor que ansiamos dar, del perdón que ofrendamos.
"Te amaré por siempre", "no volverá a pasar", "mañana mismo estará frente a tí", "créeme, amor mío, créeme que nunca te faltaré". Somos tan poco originales y las palabras llegan tan rápidamente a nuestra boca: "no habrá más pobres", "investigamos al fondo de la cuestión", "no más privilegios", "serán encontrados los culpables", "esta comunidad tendrá la infraestructura necesaria".
Y así como los políticos fabrican en el aire, nosotros entretejemos nuestras pasiones, porque finalmente, tenemos palabras suficientes para ir creando un fabuloso tapiz con nuestras ilusiones y las de los demás.
Confieso que me gusta basante la falta de originalidad de los seres humanos. Los que no son originales, generalmente tiran una bomba o van por un hacha para acabar con el problema.
A mí me gusta creer que las palabras, a veces, logran empaparse con algo de ese impulso que nos hace decirlas: perdón, olvido, caricia, acercamiento, enojo.
Pero no siempre el impulso es suficiente, y para nuestro horror, nuestras palabras se estrellan en el aire, o peor aún (maldición de maldiciones) se diluyen en acciones; y aún cuando amamos las palabras y amamos al mundo a través de ellas, hay momentos en que no son suficientes para obtener el perdón o el olvido, una nueva oportunidad, una siguiente ocasión que nos permita fallar o redimirnos.
Y entonces, abrimos la caja de Pandora. Y dejamos salir todas aquellas palabras que en realidad nos consuelan y que les decimos a los amigos para justificarnos el por qué ya no volveremos sobre nuestros pasos, por qué cerramos la puerta, porque el lado de la cama queda vacío.
Y nos quedamos solo con una, que nos acompaña, y nos recuerda que hay un cambio: "Adiós"...

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