viernes, 30 de noviembre de 2012

Ante el abismo de las preguntas propias

El problema de mi agnosticismo trasnochado es que no tengo toda la certeza del Paraíso, pero sí toda la culpa del Infierno. Desprecias el opio de los pueblos, pero cargas una Virgen de Guadalupe en la cartera. Se te olvida el "Yo Pecador" y eres capaz de recitar párrafos enteros de Esperando a Godot.
Para mi tío Virgilio, el problema es que mis padres no habían sabido qué hacer con tantas mujeres en casa, y después de meternos en escuelas de monjas, se arrepintieron y pasamos a tutores personales y de ahí, a la UNAM.
Creo que por eso todas siempre estamos con ese aire de maizal seco: una desolación que no alcanza a ser pintoresca y sólo es ligeramente triste, cuando te das cuenta que se confunde con el ocre de la tierra.
Ni fuimos guerrilleras ni tampoco santas. Ninguna cargamos rosarios entre los dedos, ni decimos con esa suave voz que tenía mi abuela "Torre de David..." A todas nos rompieron el corazón aquellos que a los 20 años eran liberales a ultranza para terminar casados por la iglesia y persignarse cada vez que pasan enfrente de una cruz.
Es difícil conciliar las preguntas con la vida diaria. Uno pide un milagro. Y a veces, cuando lo recibes... no sabes exactamente qué hacer ante él.