jueves, 4 de noviembre de 2010

¿De verdad nos da risa la muerte?

Comparto con amigos muy queridos la duda sobre a qué se refiere la expresión "los mexicanos se rien de la muerte".
En mi casa, al menos, el tema de la muerte no sólo no es de risa loca: es bastante dramático.
Para empezar, la mitad de las frases de mis tías empiezan con "pero ya verán el día que yo me muera"; y en general, aplica casi para cualquier situación: "claro, ahorita ponen sus patotas sobre la mesita, pero ya verán el día que yo me muera", "no, no puedes llegar después. Ya cuando yo me muera podrás hacer lo que te dé la gana", "Total, cuando yo me muera a ver quién ve por tí".
Y en ninguna de estas circunstancias me ha parecido que el tema sea para sonreír, siquiera. Si con la mera sospecha de una mueca jocosa andaría yendo a buscar los dientes del otro lado de la calle, si me carcajeo, me encuentran en la siguiente exploración arqueológica.
Mi madre tampoco canta mal las rancheras. Tiene el peor momento para decir las frases más dramáticas (por si se preguntaban de dónde viene mi característica jarrez de Tlaquepaque). Sin ir más lejos: el otro día estábamos viendo qué íbamos a desayunar, y sin venir a cuento, suspiró y dijo en voz alta "Este cuerpo ya pide tierra".
Mi papá, quien sin duda la quiere mucho y la conoce mucho más, no apartó la vista del periódico
"Si esa frase no va a terminar con "... para las macetas", evítame el tema. Por cierto, ¿vas a querer café?"
¿Qué puedo decir? ¿y después de eso esperan que uno pida café y huevito a la mexicana? No creo...
El hecho de llevar mariachis a las tumbas, tequila a los panteones e indundar paseo de la Reforma de zempazúchil tampoco me parece que nos mueva a carcajadas sin control. Me cae bien la Catrina, pero el día que de verdad venga la Huesuda a buscarme, dudo muchísimo que encuentre la situación lo suficientemente grácil como para invitarla a que nos hagamos un manicure o tomemos chocolatito caliente.
A veces creo que tanto publicitar nuestra risa es nomás para darnos valor, abrir el periódico, y asegurarnos que nuestro obituario aún no ha sido publicado...

Cartas desde el olvido

No tengo paciencia para aprender a amarte de nuevo. No importa cuán violento haya sido el vendaval, cuántas noche vele armas de deseo. Puedes constatar por tí mismo: ya no hay recuerdos. Puse cruces de cal para que no volvieran a instalarse, atraídos por el calor de la memoria o la imprudencia de una súbita llamada.
¿De verdad creías que podía ser como Penélope? No, amor mío. No estoy hecha de esa sustancia misteriosa que tiene sus cimientos en la fe para dar un salto a ciegas; escuchar los exhortos en las horas de duermevela para deshacer lo tejido el día previo, porque encontraremos la recompensa a esta virtud.
Tampoco comparto con Odiseo esa añoranza por el hogar. No amor mío. No eres Itaca: eres Naxos y yo tengo el corazón ingrato de Teseo...
Ay amor mío, tengo el corazón liviano porque ya me he quedado vacía de versos, ya no tengo besos escondidos en los labios, ni urgencia por tí.
¿Todavía dudas que me pueda ir, con pesar, pero sin volver la vista atrás?, ¿Desconfías porque escuchas estas palabras? Cuán equivocados podemos estar: las cartas desde el olvido sólo se reciben una vez, y no hay remitente a quién contestar...