lunes, 30 de noviembre de 2009

¿La felicidad está en el claxón?

No falla. Apenas cambia la luz roja a verde y aún no pasa ni una milésima de segundo cuando ya hay alguien tocando el claxón.
Ante el apasionamiento entre conductor-claxón, lo único que me queda imaginar es que en realidad me han mentido respecto al mundo sagrado y profano, y esa bocina eléctrica, como la define la Real Academia de la Lengua, es una tótem sagrado, una forma de entrar a una dimensión divina para obtener ruego a nuestras plegarias.
Al menos cumple respecto a la omniscencia, está en cualquier calle, avenida, camino; sin importar la hora, si hay o no autos. Ahí está el claxón.
Otra opción, mucho más terrena es que la gente que toca el claxón recibe tal descolocón de endorfinas que no puede dejar de hacerlo. Una especie de morfina auditiva. Claro, mi teoría dura exactamente lo del claxonazo, porque posteriormente empieza el aventadero de lámina, mentadas y miradas asesinas, que francamente no entiendo.
¿Qué ocurrió?, ¿el claxón no estaba de humor?, ¿le dolía la cabeza?, ¿en realidad no fue el claxón, fue uno?, ¿necesitan darse tiempo?, ¿lo soltó antes de tiempo o más bien, lo apretujó demasiado y se pasó la magia?, ¿ya no es lo mismo?
Lo peor es que la ansiedad desatada por el claxón se comienza a filtrar en distintos ámbitos... como los timbres de las casas. Tocar 18 veces puede garantizar que la gente sepa que la estamos buscando, lo que seguramente no conllevará será una cara feliz tras la puerta.
Tocar 24 veces el botón de llamar el elevador tampoco hará que vaya más rápido... en una de esas, en realidad es al contrario: "el del piso 18 ya van 14 veces que me dice que vaya... pues no, ahora no. Ahora me quedo aquí tan campante!" E igual puede pasar con las computadoras y nuestra dependencia a dar 12 clics sobre el mismo mail para asegurarnos de su envío. "¡Qué sí, que ya voy!!!! Pero ahora no me voy por banda ancha, sino por la más angosta!!!", bueno que con los servicios de internet de México, tampoco es que se note demasiado si el correo decidió irse por la libre o por la de cuota.En fin, nuestra desesperación no conoce límites... como me está demostrando este blog que no termina de desplegarse...

viernes, 27 de noviembre de 2009

Todos tienen un blog

Un amigo al que considero un modelo de sentido común resumía que "el que casi todos los hombres toquen la guitarra es casi igual de común y aburrido que el que las mujeres escriban poesía o cuento". Tiene toda la razón: No sólo buscamos la sensibilidad, sino que además queremos demostrar que lo somos, a través de todo tipo de canales, y ahora, con las redes sociales, es un sueño hecho realidad.
No creo que esta fiebre tenga que ver con la necesidad de expresar pensamientos profundos, ni con el tema de que después de 70 años de príato y dos sexenios empanizados tengamos la compulsión de compartir inquietudes ciudadanas...
Más bien, comienzo a sospechar que todos los humanos llevamos un pequeño dictador interno que nos obliga a recordarle al mundo cuán equivocado está a través de darle un poco de nuestra percepción del mundo.
Quizá son las ganas de poner envidioso al prójimo lo que ha hecho que las sociedades avancen... psamos del "miraaaa, camino erecto y tú no", a "mi cueva es más grande", o alguna frase que seguramente se dijo en algún momento: "Yo cocino con fuego...- expresión que seguramente fue acompañada del primer levantamiento de ceja de la historia ante la masa cruda de lo que antes fue un antílope, conejo o lo que gusten-.
Claro, ahora hemos evolucionado y decimos: "te voy a mandar el link de mi blog", "¿Ya viste mis fotos en facebook", "Tengo 10 mil seguidores en twitter.
Por cierto, tampoco es que seamos tremendamente originales. Las peleas contra el mundo han sido una constante. Hace poco cayó en mis manos (aunque más bien debió haber callado en mis manos) un libro de León Bloy, un "enfant terrible", que durante 400 páginas de su diario se dedica a dejar constancia de todos los que no le caen bien y decir cuán vacío, maldito y bruto es este mundo, (supongo que entre otras cosas, por no reconocer su genio literario, porque su genio de carácter seguro que más de uno tuvo la desdicha de tenerlo que aguantar).
En fin, que nos gusta hablar porque tenemos boca (o dedos más o menos ágiles para llenar blogs como éste, twitter o facebook), nos gustan las peleas bizantinas (Quizá Bizancio en realidad fue una cantina donde después de seis chelas parecía fundamental pensar sobre si los ángeles tenían sexo o no).
Ya se acabaron aquellas épocas en que las familias se reunían junto al piano a escuchar a los vástagos de los anfitriones ejecutar (en muchas ocasiones, éste es el único verbo) alguna pieza deleitable, mientras los invitados se fugaban a un mundo mejor mientras degustaban chocolatitos con brandy (ellos) y rompopito con tortitas de jalea (ellas).
Ahora nos reunimos frente a la tele para ver quién es mejor en Guitar Hero... O tempora, o mores

miércoles, 25 de noviembre de 2009

A la búsqueda de la palabra precisa

El problema no es que él tuviera alma de poeta (que la tenía). A diferencia de todos los que creen que empuñar (como quien blande una espada) una pluma es igual a escribir, él realmente tenía un don con las palabras. Sabía escogerlas, sopesarlas, ponerlas de forma precisa para decir todo lo que su corazón atesoraba.
Tampoco era un problema que ella se supiera bella. Estaba acostumbrada a que le dijeran que era una muñequita de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí.
Quizá es que ella fuera pragmática y las palabras usualmente asociadas al amor: nunca, siempre, eterno, le fueran ligeramente indiferentes: un bichito que se arrastra por la piel para no llegar a ningún lado.
Para él, las palabras eran un ramo de flores, un regalo que entra por el oído, una floritura caprichosa que igual viajaba por aire que en papel, un regalo exótico que reflejaba noches en vela de búsqueda de lo extraordinario que le permitía reflejar su sentir.
Mientras él sentía como las ojeras comenzaban a crujir bajo el peso de las mañanas, ella permanecía impávida, con la mirada suave y amable, la misma con la que se despidió desde la cubierta del barco.
La distancia parecía una prueba adicional y decidió mandar cartas largas, escritas en delicados folios con cuidada escritura, describiéndole minuciosamente la pena que le embargaba ante su lejanía, privado de su belleza... hasta que se quedó sin palabras: no había metáfora que no hubiera explorado, hipérbole en la que no se hubiera perdido o perífrasis que no hubiera examinado y todas habían recibido idéntica respuesta: el silencio.
Sin más esperanza que su propio sentimiento, arrancó una hoja de un cuaderno cualquiera y puso dos palabras, las últimas que le quedaban. Cayó presa de la fiebre, del agotamiento, de la tristeza.
Cuando abrió los ojos, ella estaba justo ante él, con la mirada encendida y los labios sonrientes.
Ya no había palabras entre ellos.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Hay días así...

Hay días que soy un gato negro, con el lomo erizado. No hay palabras que reconforten, ni caricias de palmas cálidas que aún tienen en sí la promesa del café caliente, del periódico matutino. Sólo sensaciones, pasos ligeros que apenas suenen, discretas salidas que desconcertarían aún al propio deseo.
Suenan las campanas que avisan hacia dónde va la gente. Me subo a los tejados y ando a mi aire.