jueves, 21 de junio de 2012

La tensa relación entre los chilangos y la lluvia...


Todo chilango que se respete debe poner el tráfico que se vive en la ciudad de México como requisito mínimo para el infierno.
Siempre hay algo en las calles de esta ciudad, que puede no ser la región más transparente, pero definitivamente, sí una de las más caóticas.
El catálogo es amplio: accidentes de tráfico, los semáforos que no funcionan, los semáforos que sí funcionan pero son "ayudados" por los policías, los policías que no saben hacia dónde es el sentido de la calle pero consideran que un silbato y un par de guantes blancos les confiere la autoridad divina para decirle a un camión con 12 cerditos (que además no debería ir en ese carril a esa hora) para decirle "clávate, wey, clávate", para después darse cuenta que lo mandaron a una calle demasiado estrecha como para poder maniobrar, las siempre omnipresentes marchas, un juego de futbol, y mi favorito de todos: el trailer que se cae sobre las vías del metro.
Y ahora, estamos en la temporada de lluvias.
Ustedes no saben de relaciones complicadas si no los ha agarrado un buen aguacero en esta ciudad. 
Entiendo a la gente que considera que los cielos borrascosos nos dan un aire londinense. El único detalle es que Londres sí está preparado para lasl lluvias. Y nosotros, habitantes del altiplano, con la certeza de que ya vivíamos sobre un lago y no necesitábamos acoplarnos más a la naturaleza acuática... No.
No sé que extraño misterio nos provoca la lluvia que provoca reacciones de lo más variado: desde salir un minuto antes de la oficina "para que no nos agarre el agua", (y el agua siempre nos agarra). Subirnos al pesero con la seguridad de que manejará con mayor precaución debido a las condiciones meteorológicas (nunca ocurre. Aún cuando navegarámos en un mar de lava, también irían echando carreras), que esta ciudad ofrece refugios para los peatones (jamás. En esta ciudad los peatones son la especie más aguerrida y desprotegida. Supongo que consideran que nunca estaremos en peligro de extinción). 
Apenas vemos el cielo encapotado y sale nuestro Lorenzo-Rafail o María Candelaria más interno: quisiéramos las chalupas en vez de los peseros o el auto, porque las avenidas, tan modernas ellas, se convierten en canales que dejarían turulatos a los venecianos.  Todo se vuelve caos y confusión. Hasta el metro, que va... bajo tierra, se vuelve un refugio de película de ciencia ficción después del Apocalipsis: gente peléandose con el paraguas, gente mojada hasta el tuétano con deseos asesinos.
Eso sin contar que a todos nos envuelve ese olor de perro mojado.
Por eso, a mí más que la lluvia, me gusta oír llover. De preferencia desde el sillón de la sala y con un tequilita en la mano.
Sólo así puede ser armónica la relación con Tláloc, ¿o ustedes qué opinan?


lunes, 18 de junio de 2012

El imperio de lo onírico

Si los griegos alguna vez tuvieron razón (ahora que andan tan, literalmente, devaluados) y los dioses nos hablan a través de los sueños... quizá entonces sea momento de tramitar mi ingreso a esa fina institución que es el Congreso. La otra opción, mucho menos popular es el Hospital Bernardino Alvárez, tan psiquiátrico él.
He de reconocer que mi subconsciente jamás me ha torturado con las campañas de ningún país, ni con estar en un concierto de algún grupo que deteste o sobrevivir al hundimiento del Titanic, (si, Leo diCaprio, te mentí: no me gustas tanto como para aguantar tremendo dramón acuático con temperaturas bajo cero. Recuerda, hasta mi mente es tropical).
Sin embargo, eso no implica de ninguna manera que haya protagonizado, (en los sueños siempre somos los personajes principales, sería de absoluto aburrimiento que con tantas presiones en la vida, además cediéramos el papel principal a alguien más en esas sagradas horas de desmayo), un romance con George Clooney, encabezar la guerra de independencia, librar feudos de las garras de un dragón.
¡No! mi subconsciente, los dioses griegos o mi directa locura, han encontrado un camino mucho menos transitado en estas épocas de capitalismo salvaje, consumismo extremo, terrores hacia virus invencibles.
Y así, una noche me sorprendo de luna de miel en Chernobil, donde el romance (y supongo todo el paisaje) tienen ese saludable brillo verde. En otra ocasión, estaba en total terror porque afuera se había instalado el invierno nuclear y yo compartía un bunker con un ser humano y una rata.
Aunque, después de ver estos meses de campaña, creo sinceramente que mi subconsciente tiene cierto amor por mí, y a pesar de lo desolador del paisaje, me consuela con un final honroso. Si soñara con las campañas o los candidatos, seguramente despertaría con la certeza de que no hay redención posible. Para que luego digan que no le veo el lado positivo a las cosas.

domingo, 17 de junio de 2012

Se me olvida dónde pongo el corazón

Para mi tía Eduarda, el problema no era enamorarse; era saber cuándo dejar de hacerlo. Un problema que se ha transmitido de generación en generación. (Mientras en algunas familias se hereda la capacidad de hacer grandes negocios, en la mía nomás se transmite la neurosis).
Y en lo que se refiere a temas de relaciones personales, pareciera que nacimos con un corazón móvil, que se pone en todos lados, menos donde debería. Teóricamente (todos los problemas nacen de esa forma), somos seres humanos racionales, adultos que saben lo que quieren, que tienen el consentimiento y las palabras precisas para poner en perspectiva lo posible y lo deseable. 
Ah... pero en la práctica. Es mucho peor. Tenemos un circo del horror al respecto: historias a medio decir, fantasías incumplidas (en este caso, culpo primero a Pedro Infante y después a Marlon Brando), guerras frías (lo de Rusia y Estados Unidos era de párvulos si ven el matrimonio de mi tía Joaquina y mi tío Hernando). 
Quizá, como dijo un buen amigo mío, el problema es que partimos de que todos somos adultos. Y nomás basta dar un vistazo al periódico para ver que no somos ningún éxito en la toma razonable de decisiones. 
Quizá, la siguiente vez que estemos perdidos en ese mar de emociones, nos tengamos que decir: "ahora no sé dónde tengo el corazón. Lo único que puedo saber, es que no está en el lugar dónde usualmente lo dejé". 
Al menos sería más honesto...