jueves, 7 de octubre de 2010

De colecciones y otras manías

Hay gente que colecciona figuritas de madera, hipopótamos de cerámica, unicornios de hojas de maíz o rompecabezas de puentes.
Hay quienes aman la filatelia y son capaces de demostrarnos cómo los lugares más recónditos tienen servicio de correo; otros se decantan por la numismática y están seguros de ser los únicos de poder transitar por la laguna Estigia, gracias a dos denarios de probada herencia helénica.
Para mí, desorganizada en mis recuerdos y sin mucha disciplina, lo único para lo que he tenido paciencia es para coleccionar formas de exorcizar tristezas.
No es fácil. La tristeza es peor que la humedad. Está la que se filtra, gota a gota, se congela y de repente, sin venir a cuento, rompe una tubería de la que la memoria ni siquiera tenía presente.
En otras ocasiones, es como el polvo, y va dejando una fina capa, que acaba con el brillo de los muebles, y cuando nos damos cuenta, tiene el peso de toda una capa geológica.
En mi experiencia, la tristeza más difícil es la sepia, la que entra con luz dorada de todo tiempo fue mejor, aún cuando siempre hay almas caritativas que nos abren las cortinas y nos dicen: "¿estás loca?, ¿ya se te olvidó cuando te gritaba?, ¿que no te acuerdas que una vez te jaloneó frente a la tía Edelmira?" Y uno, perdido en la ensoñación, sólo puede evocar el color pardo de aquellos ojos.
Pero la tristeza no es una plaga, y exorcizarla tampco tiene que ver con la fe. Es más un acto amoroso. En mi colección tengo cucharadas del helado, lágrimas en el cine, carreras de 10 kilómetros, poesía de Calderón de la Barca, un gesto de adiós que él nunca vio pero que yo guardé en mi bolso. Tengo tazas de té negro con leche y miel, estrellas de madrugada, zapatos de tacón, noches de falsas fiestas y pestañas postizas.
También hay hombros de amigos, cartas que nunca se mandan (al resguardo de los filatelistas), palabras que se dijeron y palabras que nunca debieron decirse. La parte más rara es una ira ahogada y dos citas en latín.
A veces me tranquiliza, pero la mayoría de las veces, me inquieta tener este pasatiempo. Quizá debí haber hecho caso a mi abuela y seguir coleccionando elefantes de felpa o teteras japonesas...

miércoles, 6 de octubre de 2010

ella, la del otro lado

Hay uno o dos momentos a lo largo del día en que supongo que mi alter ego se lo pasa bastante mejor que yo en la vida cotidiana.
Para empezar nuestras batallas son distintas: ella, la otra, la del mundo alterno, salta de la cama para salir a correr, disfrutando el frío de la mañana -soy un ser tropical, una temperatura menor a 25 grados centígrados se considera inicio de una nevada-; por lo que trato de hundirme en la ilusión de que cinco minutos son eternos y puedo quedarme bajo el peso de las cobijas, en un cómodo limbo del que me sacan el despertador, las obligaciones y la voz de comando que dice "levántate. Ya empezó el día. Hay que ser productivos. Hay que trabajar".
Ella, dichosa, como es disciplinada, no tiene la lucha diaria con la báscula; mientras que yo observo con sospecha y miedo a ese artefacto que me dice, sin piedad alguna, que la galleta cubierta de chocolate a la que no opuse la menor resistencia, habita en mi ser.
A veces, tengo celos de esa mujer que estoy segura es mucho más aventurera que yo, y se sabe manejar con más soltura, con sus largos tacones y enfundada en medias negras, caminando por las calles de la muy noble y leal ciudad de México, como si la tuviera escriturada a su nombre, desde tiempos inmemoriales; mientras que yo, a veces, me siento un poco frágil entre tanto coche y tanto claxón; no sé cómo lidiar con la frustración cotidiana de que me cuadren las cuentas, o que el objeto de mis (castos, aclaro) deseos, no se dé por aludido; o peor aún, se dé por aludido pero no le importe.
Y aunque veo a esa mujer tan distinta a mí, supongo que nos hermana la ternura, la debilidad porque nos envíen flores, la pudorosa coquetería y esa mirada tan femenina con la que nos evaluamos como si tuviéramos, siempre, un punto en contra.
En fin, supongo, a veces por consuelo, que ella también envidia esa porción de felicidad real, sin marketing, ni marcas ni envoltorios; tan humana que a veces la valoramos como calderilla que nos queda en los bolsillos del abrigo, y la sentimos tan poca cosa que ni siquiera la pensamos...

martes, 5 de octubre de 2010

La metáfora de lo literal

Hay frases que conservan cierto halo de misterio, quizá porque a veces nos parecen metafóricas y otras veces, profundamente literales.
Nunca he entendido por qué cuando el tecolote canta, el indio muere; sin embargo, cada vez que la escucho me parece sobrecogedora, de mal fario y peor augurio.
Un poco como aquella vez que llegamos a un pueblo donde ponían "Bienvenidos" en una gran barda, que casualmente era la del cementerio. Nunca les creí que vieran con muy buenos ojos a los turistas que llegábamos.
Otra muestra de misterio eran las respuestas de mi abuela. "¿Cómo está?" Ella se acomodaba el rebozo, suspiraba y sonreía "ay hija, ahí entre azul y buenas noches". Y yo me quedaba sin palabras (una hazaña que todavía a la fecha se la celebran), sin saber ni siquiera qué cara poner.
La primera vez que escuché sobre "quemar las naves", confieso que no entendí. Era una frase que me parecía tan fuera de lugar como un gran elefante de felpa rosa enmedio de Tlalpan.
¿Por qué quemaban las naves en la clase de historia de México? No entendía. Me parecía algo más del estilo de lo que veíamos en clase de español, con sus metáforas e hipérboles; hasta que alguien se tomó la molestia de explicarme que efectivamente, Hernán Cortés había prendido fuego a los barcos.
Eso me causó aún más sorpresa. ¿Por qué?, ¿para qué? Y la respuesta pareció tan poética como la misma expresión: para que no tuvieran cómo regresar.
Desde entonces, cada vez que alguien quema sus naves, no puedo más que admirar esa decisión, de las pocas donde lo pragmático alcanza lo poético.
El mar prevalece pero no hay cómo cruzarlo. La decisión no se lleva a la ligera. No hay loco que juegue con fuego. Se encienden las teas, reverbera la luz, mientras se evoca a la patria abandonada, al "antes" al que se renuncia, aún cuando sea una idea dulce y conocida, tan familiar como la manta con la que nos defendemos del frío matutino o el café con el que elegimos despertar.
Llevamos la antorcha y decidimos no volver atrás. Prendemos fuego buscando sacrificar nuestra nostalgia, o purificar nuestras decisiones.
Y así, sin camino de vuelta ni certeza, empezamos nuestro nuevo mundo.

lunes, 4 de octubre de 2010

El mundo es lo que decimos

Creer ciegamente en las palabras es el verdadero desafío a la divinidad. Creemos que nombrar basta para crear. Y vamos con la ilusión de ir poniéndo sílabas, una tras otra, para sacar al conejo de la chistera, hacernos presentes, borrar las lágrimas futuras.
Prometemos con la confianza de quien extiende un cheque con fondos: damos un certificado sobre el futuro, asegurando que todo será tal como lo planeamos. La naturaleza misma se detendrá ante la pureza de nuestras convicciones, del amor que ansiamos dar, del perdón que ofrendamos.
"Te amaré por siempre", "no volverá a pasar", "mañana mismo estará frente a tí", "créeme, amor mío, créeme que nunca te faltaré". Somos tan poco originales y las palabras llegan tan rápidamente a nuestra boca: "no habrá más pobres", "investigamos al fondo de la cuestión", "no más privilegios", "serán encontrados los culpables", "esta comunidad tendrá la infraestructura necesaria".
Y así como los políticos fabrican en el aire, nosotros entretejemos nuestras pasiones, porque finalmente, tenemos palabras suficientes para ir creando un fabuloso tapiz con nuestras ilusiones y las de los demás.
Confieso que me gusta basante la falta de originalidad de los seres humanos. Los que no son originales, generalmente tiran una bomba o van por un hacha para acabar con el problema.
A mí me gusta creer que las palabras, a veces, logran empaparse con algo de ese impulso que nos hace decirlas: perdón, olvido, caricia, acercamiento, enojo.
Pero no siempre el impulso es suficiente, y para nuestro horror, nuestras palabras se estrellan en el aire, o peor aún (maldición de maldiciones) se diluyen en acciones; y aún cuando amamos las palabras y amamos al mundo a través de ellas, hay momentos en que no son suficientes para obtener el perdón o el olvido, una nueva oportunidad, una siguiente ocasión que nos permita fallar o redimirnos.
Y entonces, abrimos la caja de Pandora. Y dejamos salir todas aquellas palabras que en realidad nos consuelan y que les decimos a los amigos para justificarnos el por qué ya no volveremos sobre nuestros pasos, por qué cerramos la puerta, porque el lado de la cama queda vacío.
Y nos quedamos solo con una, que nos acompaña, y nos recuerda que hay un cambio: "Adiós"...