domingo, 28 de abril de 2013

La vida en dos ruedas

Muchos conocidos confunden mi falta de interés por la liturgia eclesiástica por el ateísmo. Sostengo que no se puede ser chilango y ateo; no cuando hay que transitar en una ciudad que no olvida que fue lago -- y vuelve con toda su memoria en temporada de lluvias--, donde los continuos reencarpetamientos hacen que las alturas de los túneles sean una mentira, y entonces, se puedan quedar atorados los trailers son cerdos, gallinas y en alguna ocasión, hasta vacas.
Subirse a un pesero implica, además del consabido sauna y masajeo, escuchar a trovadores urbanos, con ese distintivo de tocar una canción y cantar otra, y al momento de pasar el consabido sombrero, decir con desafío "podría asaltarlos, pero prefiero ganarme la vida haciéndole la vida más amable".
¿Cómo se puede enfrentar todo esto sin tantita ayuda divina?
Pero nada se compara con andar en bicicleta por esta noble ciudad. Mi admiración a quien anda en dos ruedas por estas calles, no tiene límite. Desde el panadero hasta quien considera que su vida requiere más emoción de la que ya de por sí provee el estar en este mundo .
No sólo es andar entre baches, piedras, hoyos; también la obviedad de cuidar el equilibrio, la velocidad, seguir pedaleando, no olvidar respirar... Sobre todo cuando uno siente la integridad ligeramente comprometida por el coche que se avienta, el peatón que no nos vio, el perro que estamos seguros podemos atropellar aunque venga a 300 metros (en mi casa somos un poco exagerados, ¿lo han notado?)
Dan ganas de bajarse de la bicicleta y besar el piso nomás de puro agradecimiento de llegar en una pieza. Y también dan ganas de abrazar a toda la gente buena con la que uno se topa cuando empieza algo nuevo: quienes te apoyan, aún sin conocerte; y los que te apoyan, conociendo lo miedoso que es uno para empezar algo nuevo.
Creí que cuando uno enfrenta sus miedos ve una epifanía o un dragón sangrante... En mi caso, veo un casco y las ganas de volver a rodar por estas calles; con la gracia de Dios y la virgencia de Guadalupe, eso sí.

sábado, 6 de abril de 2013

Ese extraño momento en que... tu mascota te ve con compasión

Alguna vez leí --(así que esto no es plagio, sino... uhmmmm, investigación y estoy tomando información de alguna fuente de sabiduría) que si un habitante de otro planeta llegara a éste, y nos viera cómo tratamos a nuestras mascotas, habría serias dudas sobre cuál es el amo y cuál el animalito de compañía.
Y eso que todavía no habíamos llegado a estos niveles en que ves perros usando tenis, siendo cargados en carreolas o en canguros. Hasta hace poco me encontré con una camioneta que decía "transporte escolar canino"; he de confesar que secretamente maldije que a mí, cuando tenía 14 años, tuviera que caminar el regreso de la escuela a la  casa, cargando esos 5 kilos de mochila, (¿eso puede explicar por qué nunca desarrollé el caminadito de las modelos y la espalda derechita?) 
Aunque no tengo autoridad moral para dar comentario alguno sobre las mascotas. Tuve mi perra Tatanka, a la que amé con pasión y locura, aún cuando ladrara a la mitad de la noche, no comiera si no había audiencia presente que la apoyara (¡muy bien, chiquita!, otra croqueta más),  y masticara una edición de pasta dura de Sabines, (la mirada que recibí fue de "¿qué? Sabe igual que la carnaza).
Ahora tengo una gata llamada Mafalda. Me mira con sus grandes ojos verdes, con cierta compasión, sobre todo cuando le aviento algún juguete o la trato de interesar en un trapito con colguijitos (el dueño de la tienda me dijo "los gatos lo aaman, porque es crujientito y tan divertido. Hasta ahora, la única que lo ha encontrado interesante, es quien esto suscribe).
 Claramente, ese memorandum no le llegó a Mafalda que me mira con esa infinita compasión con la que nos miran los adultos cuando tenemos cinco años y decimos que vamos a ser policías para cumplir la ley  o que vamos a ser políticos para que ya no haya pobres en el mundo.
Esa mirada que dice "sí... lo importante es que tú lo creas"...