jueves, 23 de septiembre de 2010

Artes olvidadas

No me gustan los términos náuticos. El único que me parecía cargado de aventuras era "sotavento", y el que me parecía tener una cierta aura romántica es "sextante". Básicamente soy un ser terrestre y urbano, a quien las estrellas no le revelan el destino, ni los arroyos le cantan o los árboles susurran secretos milenarios.
Pervivo entre edificios que ya dejaron atrás el maquillaje y se uniformaron de gris, las lluvias ácidas y suspiros de automóviles.
No cultivo las artes olvidadadas que requieren paciencia, como limpiar frijol, hacer rompecabezas de diez mil piezas o figuras de origami.
Soy el ángel de la muerte de las plantas. En el corredor de mi casa, las que florecen bajo el amoroso cuidado de las manos de mi madre, me ven con el temor de que me acerque, así que he dejado de lado la ambición bucólica de la jardinería.
Tampoco soy proclive a la vida silvestre, y los canarios me parecen recelosos, así que les correspondo con una educada distancia a los gorjeos con los que deciden romperla rutina de su aburrimiento.
Y sin embargo, hay momentos en que quisiera poderme hacer a la mar, como Ismael, quien en la búsqueda de un momento de solitud, terminó en la obsesión de un capitán por la gran ballena blanca.
Entiendo la obsesión, tengo mi ballena blanca particular que me acecha por las noches, envuelta en las alucinaciones de sueños que no terminan de cuajar, por culpa del café y la ansiedad; pero no tengo mares, ni barcos, ni sotaventos, ni estrellas, ni norte ni brújula que me sitúen sobre algún camino.
Quizá es por eso que bordo enamoramientos esquivos...

martes, 14 de septiembre de 2010

Bajo llave

Los mejores discursos son los que he guardado. No han sido particularmente elocuentes, ni tampoco conmovedores. Es simplemente un pasatiempo, como hacer rompecabezas, hacer punto o ensartar collares; una forma de exorcizar soledades, y por una sola ocasión, tener palabras precisas, afiladas y exactas como cuchillos, para ir hundiendose en la suave pulpa de la memoria.
A veces, los dicursos solitarios son la piel de los sentimientos: un órgano frágil y vasto que respira por sí mismo, y resiente los cambios. Tuve la calidez de la promesa de la seducción; he tenido el cierzo de tu ausencia.
Si el silencio es el lenguaje que tenemos en común, ¿tendría caso que lance una palabra a esa calma tan parecida a un purgatorio, sin la certeza del castigo del infierno, o esa dulce indiferencia azucarada con la que nos han vendido el cielo?
Además, ¿qué podría decirte?, ¿podría ser tan conmovedora que aplaces tu huida?, ¿podría ser tan tierna que reconsideres abrigarte bajo mi mismo cielo?
Tú sabes que por cada paso que pones entre ambos, yo daré dos más para alejarme de tí.

martes, 7 de septiembre de 2010

A la fiesta!!!!

Mi tío Florencio tenía la pésima costumbre de aburrirse. Acomodaba las manos sobre su panza chelera, veí al derredor y concluía:
"Lo que hace falta, Edelvina, es una fiesta".
Mi tía Edelvina interrumpía su quehacer, también miraba como si quisiera encontrar una ruta de escape, lo encaraba y, con la más sensata de las voces, susurraba: "Ay Flori... estamos muy gastados. Tenemos pendiente lo del gas, la luz; zapatos para Graciana, uniformes nuevos para Maldequito y eso sin contar que falta arreglar la estufa y la fuga que está manchando de humedad el piso de la sala".
"Oh, ¿ya vas a empezar?, ¿por qué quieres quitarme ese gusto? Hasta parece pecado querer un poco de diversión en esta casa"- bufaba mi tío. Con un enorme esfuerzo se levantaba de su silla y salía dando un portazo.
Ante las evidencias, mi tía entonces suspiraba (otra vez), miraba el techo, calculaba más o menos con cuánto de fiado se podía contar, y ya para la hora de la cena, mientras le ponía el café con leche enfrente, apoyaba muy suave su mano en el hombro de mi tío
"Creo que tienes razón, Flori... Hagamos la fiesta".
Mi mamá completaba la frase entre dientes: "a ver con qué la pagamos".
Así siempre ha sido el valor civil que nos caracteriza en la familia.
Seguía entonces un frenesí de buscar a los amigos, a los cuates, a los cuadernos de doble raya: "Oye, ni hagas planes para el 15 de septiembre que es mi cumpleaños y voy a hacer una fiestecita".
Mi tío Florencio tenía la cualidad de decir "fiestecita" cuando en realidad quería dar a entender que habría un pachangón de proporciones épicas, donde habría -al menos- mariachi, un trío, dos marimbas y un grupo veracruzano; tres marranitos en carnitas, dos borregos, mole con su guajolote incluído, arroz, tortillas, nopales y harto, harto, harto "vinito" que era como le llamaban a un destilado que hacía Don Fede en un cuartito clandestino, y que servía lo mismo como aperitivo que para limpiar bujías.
En esa época todavía no estábamos tan adoradores de la tecnología. A la luz de los festejos bicentenarios, sé que mi tía Edelvina hubiera amado la solución de decir: "bueno, armamos la fiesta y cada quién la sigue por webcam desde su casa". Hay soluciones que tardan mucho en llegar.
Pero, en esa ocasión en particular, luego de que la fiesta nos dejó con la calle con los pendones, botellas vacías, montones de ollas por lavar, y los perros en la profunda dicotomía de no saber si las vastas sobras compensaban el ruidero, coheterio, echada de bala, pleitos de borracho que había que soportar, mi tío, mi querido tío que experimentaba todas las crudas posibles -desde la moral hasta la existencial-, se encontró con la cama vacía, las valijas hechas y una nota de mi tía, quien se había hartado de suspirar: había agarrado sus cosas y sólo le dejó una nota: "para que no te aburras, aquí está la escoba"