martes, 27 de septiembre de 2011

Después de la tormenta

Oh, si, qué haríamos sin esas frases hechas, esas píldoras de sabiduría que nos demuestran lo que sabemos: somos una raza orgullosa del pulgar oponible, pero no tenemos imaginación. Porque, enfrentémoslo: el primero que vio la tormenta, y murmuró: "No importa, llegará la calma" fue un visionario. El segundo, fue copión y el tercero, seguro fue el que generó el gen "Arjona" que hasta la fecha debemos padecer.
A mí las frases hechas siempre me han gustado. En mi familia las tenemos como Vitacilina: en la casa y en la oficina. Las usamos para todo y nos sorprendemos que nos dirijan miradas matadoras cuando las decimos.
Quizá la única excepción era mi tío Gurmesindo, quien conducía un Valiant al que le sonaba todo, menos el claxón y el radio. Fue el primero que me dijo: "mijita, huye de los que se las dan de poetas y te salgan con aquello de "Tantas noches la besé bajo el cielo infinito". Casi siempre usan el amor como pretexto para ponerse unas borracheras brutas, no bailar y hablar como si les estuvieran apretando el colón con la ley Impositiva General".
A mis tiernos 10 años no entendí muy bien. A estas alturas del partido, estoy tentada a levantarle un altar pagano en el Zócalo capitalino.
Total, que después del azote, (el cual invariablemente va acompañado de tequilas y canciones de Lupita D'Alessio, no, no me miren así, cada quién sus perversiones), viene también la calma emocional. Una se da cuenta que ni es para tanto, ni es para siempre. Otra frase hecha, ¿qué quieren? Viene como anillo al dedo.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Hay un momento...

En que quisiera saber si de verdad estoy haciendo algo de mi vida. ¿Es tan egoísta buscar la trascendencia?, ¿es tan mediocre esperar que el día transcurra sin sobresaltos?, ¿es idealista querer que llegue la noche para dormir sintiendo tu aliento?, ¿es tan triste considerar que algún día llegará el deterioro y la muerte?
A veces me gusta ver las noticias en la noche, para saber que en Australia cumplió su promesa de tener un nuevo día. Saber que la eternidad no empieza un lunes, (al menos, no para los poetas, sino para nosotros, que vivimos en prosa) trae un cierto consuelo. Un poco agridulce, como tomar chocolate con chile o mango con salsa de ají.
También me gusta que llueva los domingos, porque no tengo que imaginarme ardides para emboscar la melancolía; sólo llega y se instala, con la misma rutina con la que llega el día de comprar comida, lavar la ropa o lavarse los dientes.
Toda esta palabrería para decirte que te extraño. Que a veces sueño contigo. Que veo tu rostro afilado de dieciséis años, cuando toda la vida era idealista y una promesa de nuevo día. Pero así es envejecer... ver pasar los años, y considerar que la medianía de la vida consiste en saber que nunca volveremos a ser jóvenes, que la ambición se concreta en no despertar con agruras y recordar que hay un lunes en que empieza la rutina... no la eternidad.