viernes, 16 de julio de 2010

La invasión

Uno no espera de la prosa más de lo que esperaría de un botón de elevador: es funcional, pragmática, al servicio de uno.
Nombramos al mundo y nos llenamos de imágenes claras en su transitar por nuestro mundo: clima, llaves, sillas, escritorios, libretas, plumas, computadoras (u ordenadores, dependiendo las preferencias), el café de media mañana y la botella de agua que permanece durante el día.
El problema es cuando la poesía comienza a infliltrarse en nuestras conversaciones. Es una invasión lenta y constante, con la laboriosidad con que las hormigas entran a las cocinas integrales o con la que la lluvia le gana al concreto y nos regala una gotera.
Y los filos de los cuchillos se vuelven un pretexto para mirarse a los ojos y decirse "¿me pasas la sal?" mientras el otro escucha perfectamente: "cómo te extrañé hoy en la mañana".
Los contornos se vuelven difusos. "Hace tanto frío" es una declaración para abrir los brazos y refugiarse en el calor del otro, y "estoy tan cansada" es la petición de una tregua o el portal para depositar un par de besos.
Y con esa misma sutileza, un buen día, nos miramos a los ojos y descubrimos que las palabras vuelven a tener su justo sentido, su peso exacto, como la azucarera o el frutero con las manzanas.
Suspiramos un poco, tomamos las llaves, perdemos el mapa y nos resignamos a volver a la prosa.

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