domingo, 13 de junio de 2010

Las lágrimas de rigor

Creo que hay momentos en la vida en que son indispensables diez minutos de lágrimas. Por regla general, tenemos aversión a esa forma hídrica en que las emociones se materializan, por muy familiarizados que estemos con su presencia.
En mi casa somos tremendamente chillones (de ellas lo espero un poco más que de ellos, que se la dan de hombres recios, con Pedro Infante como modelo a seguir).
Lloramos en las bodas y en los funerales, al despedir a alguien en el aeropuerto y cuando mi hermano viene de vacaciones, en los bautizos y en los XV años (bueno, después de lo malo que suelen ser los discursos sobre la "joven flor que ahora se ha convertido en una mujer", el milagro es que no nos saquen a patadas), en las graduaciones y en las doce campanadas de nuevo año.
Las lágrimas son cotidianas en esta familia. De gozo y de pena. Por solidaridad con un personaje de novela (Víctor Hugo y sus Miserables hicieron estragos en los pañuelos desechables de esta casa y también por compartir un mal rato.
Sin embargo, no por lo constante quiera decir que ya ni reaccionamos. Cuando peor lo paso es cuando veo asomarse un atisbo de llanto en mi mamá.
- ¿Qué tienes, qué te pasa?
- Nada, hija, nada. Bueno, ¿es que no se puede llorar a gusto en esta casa?- y se va con un suspiro que envidiaría Marga López en sus buenas películas.
Ah bueno, así por las buenas, con una explicación tan lógica, pues ni quién diga nada.
Me desarman también las lágrimas de las amigas, donde las penas son diversas y van desde la frustración de un amor que no llega (igualito que los goles de la selección...mmmhhhh, quizá nosotras también deberíamos hacer sandwich), por un mal día en el trabajo, porque uno se siente terriblemente desamparado ante la vida.
Uno acoge esas lágrimas con lo más emocional, con los abrazos y con la promesa de que todo irá mejor.
Y así como hay lágrimas que han llegado de lo más emocional, también tengo las terriblemente racionales y lógicas, y no, caballeros, no hablo del hipotético chantaje del que se sienten objeto cada vez que se nos agüitan los ojos. Hay lágrimas donde la justicia poética del momento, las demanda, como en una ocasión donde -literalmente- ví cómo me dejaba un tren. Fue tal mi frustración que decidí, con toda conciencia, regalarme cinco minutos de llanto. Respiré y procedí a cambiar mis boletos.
¡Ay filosofía, cuántas cosas hacemos en tu nombre!

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