domingo, 17 de junio de 2012

Se me olvida dónde pongo el corazón

Para mi tía Eduarda, el problema no era enamorarse; era saber cuándo dejar de hacerlo. Un problema que se ha transmitido de generación en generación. (Mientras en algunas familias se hereda la capacidad de hacer grandes negocios, en la mía nomás se transmite la neurosis).
Y en lo que se refiere a temas de relaciones personales, pareciera que nacimos con un corazón móvil, que se pone en todos lados, menos donde debería. Teóricamente (todos los problemas nacen de esa forma), somos seres humanos racionales, adultos que saben lo que quieren, que tienen el consentimiento y las palabras precisas para poner en perspectiva lo posible y lo deseable. 
Ah... pero en la práctica. Es mucho peor. Tenemos un circo del horror al respecto: historias a medio decir, fantasías incumplidas (en este caso, culpo primero a Pedro Infante y después a Marlon Brando), guerras frías (lo de Rusia y Estados Unidos era de párvulos si ven el matrimonio de mi tía Joaquina y mi tío Hernando). 
Quizá, como dijo un buen amigo mío, el problema es que partimos de que todos somos adultos. Y nomás basta dar un vistazo al periódico para ver que no somos ningún éxito en la toma razonable de decisiones. 
Quizá, la siguiente vez que estemos perdidos en ese mar de emociones, nos tengamos que decir: "ahora no sé dónde tengo el corazón. Lo único que puedo saber, es que no está en el lugar dónde usualmente lo dejé". 
Al menos sería más honesto...

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