domingo, 11 de diciembre de 2011

El labio herido

Ojalá supiera fumar, para equilibrar el cigarro y envolverme en una nube de humo, mientras entrecierro los ojos y miras la cicatriz, apenas visible, en el labio inferior. Es pequeña, como si la hubiera causado el filo de unos dientes al final de un beso, o como si hubiera resbalado suavemente el peso de una navaja en el lado equivocado.
Tendrías que mirar con mucha atención para ver la casi imperceptible grieta sobre la piel. No es dramática como aquella vez que me caí en la calle y me dolió el orgullo porque me había raspado las rodillas como una niña de ocho años, y tú me consolaste con un helado (sí, Freud tendría mucho qué comentar). O como aquella vez que te quemaste con mantequilla caliente y el ámpula te duro casi tres semanas y yo me sentía culpable por comer pan francés en las mañanas.
Veo mi reflejo en el espejo matutino. Las ojeras cada vez más profundas, los ojos más cansados de su miopía, y esa pequeña herida un poco más roja que el resto de la piel.
Me gusta creer que me da un aire de mujer peligrosa. Por un segundo supongo que un asesino que sonríe por primera vez, y se encuentra con un breve dolor que le causa un poco de sorpresa y otro poco de frustración por darse cuenta que algo tan banal, tan inocente como una mueca amigable, pueda causar una herida inadvertida para el resto, aunque deja un suave rastro de sangre en forma de corazón sobre el pañuelo con el que te dije adiós...

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