martes, 18 de enero de 2011

Al final... todo es cuestión de peso

En mi casa, todas las discusiones tiene origen y fin en el peso: desde 21 gramos del alma hasta las 16 toneladas que mi abuelo canturreaba de forma desafinada (pero él decía que era igualito a Alberto Vázquez. Más que duro de oído, mi abuelo era muy optimista).
No es de extrañar entonces que tenga tanto cariño por el peso liviano del sueño de domingo que se niega a abandonar la cama, aún cuando la casa huele ya a café recién hecho y la almoahada aún tiene la huella de mis preocupaciones. El cobertor todavía tibio y el periódico que espera, indolente, a ser desplegado (creo que tiene menos esperanzas en ser leído).
A veces, claro, está el peso de tu recuerdo, pero tampoco fue tan definitivo como para dejar una huella imborrable. Dos besos y un adiós apresurado no alcanzan a hacer mella en una memoria acostumbrada a forjar en fuego.
Está, en cambio, el peso de la melancolía en las horas que transcurren sin ningún propósito particular. Una melancolía certera y mordaz, que susurra en mi oído, las mentiras que nos decimos en algún momento cuando usamos el "nunca" con la esperanza secreta de que fuera un "quizá". Una melancolía tan tenue como perniciosa; disfrazada con el peso de la ingravidez para echar raíces y alcanzar dimensiones amazónicas.
Entonces, siento el peso de cada día que no has estado conmigo. Y sopeso los jamás y los ojalá...

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