jueves, 28 de abril de 2011

La piel de los días

Hay días en que me gustaría que la piel de los días se dejara estremecer por el deseo. En la pureza total del desamparo. Sin barreras, sin defensas, sin racionio. El deseo en su forma más orgánica, más perfecta. Ese rugido que deja sordo a los relámpagos. Esa fuerza que hace que naufragen los tornados.
Rezo por encontrar de nuevo ese deseo, amor mío, que tú te llevaste. Pero los ángeles no entienden de ese Grial. Entienden de las espadas flamígeras y el peso de la justicia divina. Dar una sentencia implica reconocer lo bueno de lo malo. En eso el deseo es objetivo: devora a su paso, concluye en cenizas.
Quizá eso es lo que hace que el tiempo sea tan ajeno y tan propio. Cercano a nuestra propia vida, creyendo que lo entendemos porque formulamos teorías, como cartas de navegación de una tierra plana.
Qué importa amor mío, que no haya quién escuche las plegarias. No sé qué pidas, desde tu frontera. Sé que no pido no haberte conocido. No tener, ni siquiera una sugerencia de que convivimos bajo un mismo cielo (o giramos en la misma rueda). Qué importa si la suma de tus decisiones te llevaron a otro infierno distinto al mío...

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