miércoles, 25 de noviembre de 2009

A la búsqueda de la palabra precisa

El problema no es que él tuviera alma de poeta (que la tenía). A diferencia de todos los que creen que empuñar (como quien blande una espada) una pluma es igual a escribir, él realmente tenía un don con las palabras. Sabía escogerlas, sopesarlas, ponerlas de forma precisa para decir todo lo que su corazón atesoraba.
Tampoco era un problema que ella se supiera bella. Estaba acostumbrada a que le dijeran que era una muñequita de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí.
Quizá es que ella fuera pragmática y las palabras usualmente asociadas al amor: nunca, siempre, eterno, le fueran ligeramente indiferentes: un bichito que se arrastra por la piel para no llegar a ningún lado.
Para él, las palabras eran un ramo de flores, un regalo que entra por el oído, una floritura caprichosa que igual viajaba por aire que en papel, un regalo exótico que reflejaba noches en vela de búsqueda de lo extraordinario que le permitía reflejar su sentir.
Mientras él sentía como las ojeras comenzaban a crujir bajo el peso de las mañanas, ella permanecía impávida, con la mirada suave y amable, la misma con la que se despidió desde la cubierta del barco.
La distancia parecía una prueba adicional y decidió mandar cartas largas, escritas en delicados folios con cuidada escritura, describiéndole minuciosamente la pena que le embargaba ante su lejanía, privado de su belleza... hasta que se quedó sin palabras: no había metáfora que no hubiera explorado, hipérbole en la que no se hubiera perdido o perífrasis que no hubiera examinado y todas habían recibido idéntica respuesta: el silencio.
Sin más esperanza que su propio sentimiento, arrancó una hoja de un cuaderno cualquiera y puso dos palabras, las últimas que le quedaban. Cayó presa de la fiebre, del agotamiento, de la tristeza.
Cuando abrió los ojos, ella estaba justo ante él, con la mirada encendida y los labios sonrientes.
Ya no había palabras entre ellos.

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